20.8.18

Leche descremada

El siguiente texto es uno de los más viejos relatos que guardo. Este Leche Descremada fue escrito en plena decadencia de la década menemista, por el año 1998, una mañana de lluvia espesa sobre el final de noviembre en el cuarto de una pensión de Capital Federal. Algo de eso hay en el texto, la anécdota es que me levanté esa mañana y me había quedado sin cigarrillos, así que desayuné y fui al kiosco por el tabaco. La pensión estaba sobre calle Junín a dos cuadras de Corrientes que fue lo que caminé para encontrar el kiosco y en el rato que me demoré en comprar (unos dos minutos) se largó el agua. La cosa que llovía y llovía, la calle Corrientes parecía el "Río Corrientes", me quedé varado en el kiosco como una hora, el tiempo que duró la lluvia y después de eso bajó un poco el agua y pude volver. Nuevamente en la pensión salió este texto que en su primera versión estuvo incluido en mi primer libro Semillas de pez salmón que salió editado por EDW en el año 1999. Este relato luego fue publicado en la edición número 12 de la revista "Serendipia", Mendoza 2009.



Era una chica con un extraño olor en la piel. Un olor a leche descremada. Pelo negro recogido, ojos negros, piel blanca con lunares rojos y marrones amontonados en la zona de los hombros. Atendía en una librería de saldos de la calle Corrientes.

Yo estaba en ese negocio recorriendo los mesones de oferta y como si la cosa hubiera estado pactada, al rato se acercó y me ofreció un par de libros, entre ellos “Crazy Cock” de Henry Miller. Un libro que buscaba desde hacía un tiempo. Me lo llevé por tres pesos. Al salir de la librería revisé el ticket y me llamó la atención algo escrito a mano en tinta azul que se mezclaba entre los números y letras del papel. “Esperame a las 10 en la esquina de Uruguay y Corrientes. Marina”.

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Supo manejar los tiempos, dominar y sumirse según la situación. Acabamos los dos a la vez y minutos después me ofreció vino. A esta altura me sentía muy seguro en ese lugar, todo me era familiar, los olores, el color de las paredes, las cortinas, el techo, la lámpara y hasta la misma cama. Marina apareció nuevamente en el cuarto con dos vasos marrones y una caja de vino. Después de eso, la noche se hundió de a poco en Palermo Viejo.

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Alquilaba una pieza en una pensión de San Telmo y hacía dos días que no podía salir de ese lugar. Afuera no paraba de llover. Había dejado de lado el motivo que me arrastró a Buenos Aires y no paraba de pensar en Marina. Los noticieros de la tele, de radio, los diarios, todos hablaban del segundo diluvio universal. Recomendaban a los habitantes tomar ciertas precauciones.

Ya habían pasado dos semanas de lluvia y de alguna manera tenía que intentar salir. Pero llovía y el agua corría por las calles, algunas personas usaban botes, lanchas y hasta vi un velero.

Por fin a la tercer semana el agua no cayó más y en un día la ciudad se secó
completamente, decidí entonces, pasar por la librería. Había mucha gente revolviendo en los mesones. No logré ver a Marina, pasaron unos cuarenta minutos y volví a la pensión. Al día siguiente antes de llegar a la librería me llamó la atención la expresión de la cara de un tipo, de unos cincuenta años, que leía un ticket de la misma manera en que yo lo había hecho. Me frené antes de llegar al negocio y volví a la pensión.

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A las diez de la noche observé desde la vereda de enfrente a la esquina de Uruguay y Corrientes como Marina se juntaba con el tipo del ticket. No sé pero, esa situación no me sorprendió. A partir de esa noche descubrí que Marina cada tres noches se juntaba con un tipo distinto. También descubrí que cada mañana Marina desayunaba una botellita de leche
descremada y cuando terminaba dejaba el envase vacío al costado de la entrada de la librería.