El
siguiente texto es uno de los más viejos relatos que guardo. Este
Leche Descremada fue escrito en plena decadencia de la década
menemista, por el año 1998, una mañana de lluvia espesa sobre el
final de noviembre en el cuarto de una pensión de Capital Federal.
Algo de eso hay en el texto, la anécdota es que me levanté esa
mañana y me había quedado sin cigarrillos, así que desayuné y fui
al kiosco por el tabaco. La pensión estaba sobre calle Junín a dos
cuadras de Corrientes que fue lo que caminé para encontrar el kiosco
y en el rato que me demoré en comprar (unos dos minutos) se largó
el agua. La cosa que llovía y llovía, la calle Corrientes parecía
el "Río Corrientes", me quedé varado en el kiosco como una hora, el
tiempo que duró la lluvia y después de eso bajó un poco el agua y
pude volver. Nuevamente en la pensión salió este texto que en su
primera versión estuvo incluido en mi primer libro Semillas de pez
salmón que salió editado por EDW en el año 1999. Este relato luego fue publicado en la edición número 12 de la revista "Serendipia", Mendoza 2009.
Era una chica con un
extraño olor en la piel. Un olor a leche descremada.
Pelo negro recogido, ojos negros, piel blanca con lunares rojos y
marrones amontonados en la zona de los hombros. Atendía en una
librería de saldos de la calle Corrientes.
Yo estaba en ese negocio
recorriendo los mesones de oferta y como si la cosa hubiera estado
pactada, al rato se acercó y me ofreció un par de libros, entre
ellos “Crazy Cock” de Henry Miller. Un libro que buscaba
desde hacía un tiempo. Me lo llevé por tres pesos. Al salir de la
librería revisé el ticket y me llamó la atención algo escrito a
mano en tinta azul que se mezclaba entre los números y
letras del papel. “Esperame a las 10 en la esquina
de Uruguay y Corrientes. Marina”.
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Supo manejar los tiempos,
dominar y sumirse según la situación. Acabamos los dos a la vez y
minutos después me ofreció vino. A esta altura me sentía muy
seguro en ese lugar, todo me era familiar, los olores, el color de
las paredes, las cortinas, el techo, la lámpara y hasta la misma
cama. Marina apareció nuevamente en el cuarto con dos
vasos marrones y una caja de vino. Después de eso, la noche se
hundió de a poco en Palermo Viejo.
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Alquilaba una pieza en
una pensión de San Telmo y hacía dos días que no podía salir de
ese lugar. Afuera no paraba de llover. Había dejado de
lado el motivo que me arrastró a Buenos Aires y no paraba de
pensar en Marina. Los noticieros de la tele, de radio, los diarios,
todos hablaban del segundo diluvio universal. Recomendaban a
los habitantes tomar ciertas precauciones.
Ya habían pasado dos
semanas de lluvia y de alguna manera tenía que intentar salir. Pero
llovía y el agua corría por las calles, algunas personas usaban
botes, lanchas y hasta vi un velero.
Por fin a la
tercer semana el agua no cayó más y en un día
la ciudad se secó
completamente, decidí
entonces, pasar por la librería. Había mucha gente
revolviendo en los mesones. No logré ver a Marina, pasaron unos
cuarenta minutos y volví a la pensión. Al día siguiente antes de
llegar a la librería me llamó la atención la expresión de la cara
de un tipo, de unos cincuenta años, que leía un ticket de la misma
manera en que yo lo había hecho. Me frené antes de llegar al
negocio y volví a la pensión.
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A las diez de la noche
observé desde la vereda de enfrente a la esquina de Uruguay y
Corrientes como Marina se juntaba con el tipo del ticket.
No sé pero, esa situación no me sorprendió. A partir de
esa noche descubrí que Marina cada tres noches se juntaba con un
tipo distinto. También descubrí que cada mañana Marina
desayunaba una botellita de leche
descremada y cuando
terminaba dejaba el envase vacío al costado de la entrada de la
librería.